Santiago Aparicio: donde termina la pista y empieza el alma
Campeón sudamericano, crítico del sistema deportivo y voz de una nueva generación de riders, el esquiador chileno narra su viaje interior entre lesiones, duelos y sueños olímpicos.
Cuando Santiago Aparicio se lanzó por la ladera en Colorado e hizo un backflip que lo llevó a lo más alto del freeride continental, no estaba pensando en los likes. En su mochila, llevaba algo más pesado que cualquier equipamiento: las cenizas de su padre. Y cuando terminó el truco —que más tarde sería considerado por la comunidad como uno de los momentos más potentes del año—, las esparció en medio de la nieve. Fue un ritual íntimo, no una estrategia de visibilidad. Sin embargo, el video se viralizó. Y lo que parecía una hazaña técnica se convirtió en un mensaje emocional que tocó a miles; el esquí como despedida, el vuelo como forma de agradecer.
“Mi papá falleció esquiando, así que para mí la montaña es mucho más que un lugar donde compito o entreno. Es donde me conecto con él. Esquiar, o incluso simplemente subir a respirar ahí arriba, se volvió una forma de seguir compartiendo con él, de sentirlo cerca”, dice Santiago, mientras recuerda ese día que cambió su forma de pararse en la nieve para siempre. “Lo que poca gente sabe es que iba llorando mientras bajaba, con las antiparras empañadas. Pero era una llorada distinta: una mezcla de felicidad, adrenalina, emoción, homenaje. No era tristeza, era entrega total”.

La escena es poderosa porque sintetiza su forma de habitar el deporte. En Santi no hay artificio ni discurso calculado. Su historia es la de alguien que ha hecho del esquí freeride una práctica espiritual, emocional y profundamente humana. No se trata solo de ganar títulos, aunque los tiene: campeón nacional en 2017, 2022 y 2023, y campeón sudamericano en la temporada 2022. Tampoco se trata únicamente de dominar la técnica en condiciones extremas, aunque lo hace. Se trata de una forma de estar en el mundo. De interpretar la montaña como lenguaje, como refugio, como vínculo con su historia familiar.
No es coincidencia que ese vínculo esté anclado en la infancia. Su padre fue patrulla de montaña desde los 14 años y Santiago aprendió a caminar prácticamente con esquíes puestos. Sin embargo, confiesa que de pequeño no le gustaba tanto la actividad. “Tenía 2 o 3 años y prefería jugar con la nieve, hacer monos, tirarme en trineo”, recuerda. Ese desapego temprano, paradójicamente, le dio una ventaja. “Más que enseñarme a deslizar desde temprano, mis papás me enseñaron a disfrutar el medio. A no ver la montaña solo como un lugar de rendimiento, sino como un espacio para jugar, explorar y respetar”.
Con los años, esa filosofía se consolidó como su sello. Santi no baja líneas pensando en medallas. Baja como quien se conecta con algo esencial. “Hoy, cuando estoy en una línea difícil o en un momento clave, no estoy pensando en competir. Estoy tratando de conectarme con esa sensación de juego, de estar presente. Esquiar no se trata solo de técnica o fuerza. Se trata de cómo lees el terreno, cómo fluyes, cómo conectas con el entorno”, explica.

Esa lectura del entorno ha sido puesta a prueba en múltiples ocasiones. En los últimos años, sus principales títulos nacionales llegaron en temporadas de muy poca nieve. Condiciones adversas que, en Chile significan adaptarse. “Cuando hay poca nieve, lo primero es el respeto. No puedes entrar con la misma mentalidad que en un día de powder profundo. Todo cambia; las velocidades, los apoyos, los riesgos. Pero al mismo tiempo, también se vuelve más divertido”, dice con naturalidad. Lejos de idealizar el freeride como una experiencia siempre perfecta, celebra su rudeza. “En los Andes muchas veces no hay un metro de nieve polvo. Hay hielo, costra, viento, roca. Aprendes a valorar la técnica y la adaptabilidad. A veces lo más difícil no está afuera, sino adentro”.
La introspección no es gratuita. A los 19 años, vivió su momento más crítico, luego que una doble rotura de ligamentos en la rodilla izquierda lo dejó fuera de las pistas por más de un año y medio. “En ese momento me creía invencible, como nos pasa a muchos cuando somos chicos y ‘de goma’. Ese accidente me cambió todo”, reconoce. No solo abandonó el esquí freestyle olímpico como meta, sino que comenzó a entender que su permanencia en la montaña dependería más de su criterio que de su arrojo.
“Pasé de querer ser el mejor del mundo todo el rato, a darme cuenta de que esto también se trata de pasarlo bien y durar muchos años haciéndolo. Dejé de lado el sueño olímpico del freestyle y fui encontrando de a poco mi lugar en el freeride, donde la toma de decisiones, el criterio y la lectura de condiciones pesan tanto como el talento técnico”, sostiene.
Desde esa madurez nacen dos mantras que repite con convicción: “El mejor día es el que vuelves sano a casa. Y en la confianza está el peligro”.
Aparicio no solo baja montañas, también las estudia. Dedica tiempo a mirar mapas, leer condiciones, visualizar recorridos. Cada línea comienza antes de poner los esquís. Su entrenamiento físico incluye yoga diario, nutrición consciente y una rutina de estiramiento que considera sagrada. “Lo primero es que el flow no empieza justo antes de la bajada. Empieza mucho antes: en la preparación. Si no entrenas, estás fuera. Punto”, sentencia. Y luego, ya en la cima, cierra los ojos, imagina cada transición y agradece. “Pego un buen grito y me dejo fluir. El 80% de la pega está hecha, ahora hay que concretar el otro 20%”.

Pero lo que más le preocupa hoy no es la técnica, ni el cuerpo, ni siquiera el clima, si no que el sistema. A pesar de sus logros, Santiago no puede vivir del esquí. Trabaja remotamente para una consultora, y con ese ingreso financia sus giras. La profesionalización del deporte es su mayor anhelo, pero también su mayor dilema. “El olimpismo genera una bandera común entre deportistas, marcas y federaciones. Eso siempre suma. Pero el costo es la estructura”, advierte. Y profundiza que “para que una disciplina entre al circuito olímpico necesita reglas claras, criterios de puntuación, estándares técnicos. Y eso inevitablemente le quita un poco de libertad. Lo vimos con el freestyle: se volvió más estructurado, más predecible, más robotizado”.
Aun así, cree en la posibilidad de un “freeride olímpico” que no sacrifique su esencia. “Lo que hace especial a este deporte es su conexión con la montaña, su comunidad, su lado salvaje. Me encantaría verlo en las Olimpiadas, pero también me gustaría que el apoyo al alto rendimiento no dependa solo de los likes”.
En ese punto, es crítico. Denuncia que hoy, muchas veces, quienes reciben más respaldo no son quienes mejores resultados obtienen, sino quienes generan más visualizaciones. “Es una realidad que duele, sobre todo para los atletas más introvertidos o que no tienen tiempo, recursos o ganas de convertirse en ‘creadores de contenido’”.
Por eso, su apuesta es seguir construyendo comunidad desde otro lugar. Compartiendo su experiencia, abriendo espacios, hablando con honestidad. Y, sobre todo, siendo fiel a la montaña que lo formó. Esa montaña que no premia al más popular, sino al que sabe escucharla.
A Santiago Aparicio no lo define un truco viral. Lo define una forma de esquiar que es también una forma de vivir. Una manera de volar que, en lugar de alejarlo, lo trae de vuelta. A su historia. A su padre. A la nieve que lo vio crecer.