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Nunca es Tarde
No soy esquiador, es decir, nunca me sentí uno como tal. En mi familia no existía tal deporte, tampoco aprendí de niño, por supuesto no tenía equipo y visitar Valle Nevado para mí era como estar en Tajikistán cantando gloria al pulento en bikini. Imaginen eso.
Sin embargo, la vida es un río salvaje. Sin quererlo, me vi obligado a ponerme un par de esquís a la rápida para ser parte de sendas extremas expediciones a remotos parajes. Procesos en los que di pena, por lo inepto, pero en donde en cada maldito día no dejé de jurarme que, si salía vivo, a mi regreso aprendería de verdad. Al menos para ser capaz de hacer una mega cuña sin sentir que moría en ello.

Y, como no olvidé mi promesa, al volver inicié un proceso que sería pobre, folklórico y obstinado. De hecho, la primera vez que fui a un centro de esquí me negué a comprar un ticket, lo que me obligó a subir a pie tras cada bajada… Qué imbécil. En fin, luego me compraría botas, entrenaría para certificaciones, conseguiría trabajo en la nieve, buscaría amigas que esquiaran… O sea, todo vale. Sin nunca dejar de esquiar a pesar de las sequías, los estallidos y las cuarentenas. Hasta que en octubre del 2022, ese año en que insólitamente hubo nieve hasta octubre en los Andes Centrales, me di cuenta de algo insólito: como que no paraba de mejorar. Que como a pesar de lo torcido de todo, aún yo parecía seguir adquiriendo destreza.
¿Sí? ¿Cuánto? ¿Hasta dónde? Pues… Imposible de saber… No obstante, estas inquietudes se quedaron en mi cerebro y comenzaron a repiquetear sin pausa, sin dejarme caminar ni pensar tranquilo; no dejando de vociferar que no tendría paz hasta que supiera qué diablos había aquí. Hasta que un día fui soltero nuevamente, lo cual, reforzado por lo experimentado en la miserable pandemia, una que puso un sentido de urgencia al «ahora» mira que puede que no haya un «mañana», llegue y me compré un pasaje a Europa.

Salí de casa un 31 de diciembre solo armado con una tarjeta de crédito tipo plutonium que aguantaría deuda por décadas. Dando inicio a un viaje tipo camboyano vietnamita que el interior del avión delató bien; contando yo los segundos para que fuera medianoche mientras surcábamos el Atlántico y nadie decía nada. Como admitiéndonos todos lo miserable que era estar ahí y no con alguna chica, hijo o padre, para darnos un abrazo y recibir amor.
Tras retirar en Alemania el equipo que me había comprado, que hasta las cucharas de palo de mi mamá eran mejores que los que tenía, arribé a las montañas Tatras, en Polonia. No, no hablo polaco. Aquí me emocioné con el valor de la amistad y también pude encontrar las toneladas de nieve que escaseaban en el resto del continente. Así, descubrí que se podía esquiar hasta las diez de la noche, que podía pagar por las horas que quisiera y que incluso me devolvían el importe por la tarjeta electrónica. Jaworzyna, Rusin-Ski, Kotelnitza… De ahí a Spalena y Janovski, en Eslovaquia. Días en que me enfermé, teniendo energía solo para llegar a mi habitación y dormir vestido. ¿Las pistas? Largas; con un frío que mordía y la nieve más dura que corazón de mujer despechada. También recuerdo que en una ocasión, no más subirme al andarivel que tenía asientos temperados, una persona me comenzó a conversar sin parar; yo asintiendo y respondiéndole con varios «hmm», «ahhh». Hasta que llegamos, nos bajamos y se fue. No tengo idea qué me habrá dicho.

Más tarde, el contacto que me iba a dar alojamiento en Europa Central desapareció, lo que no me dejó otra que arrendar un auto. Uno que era tan chico que en realidad me lo ponía encima (hey, ¿que esperaban por 6 euros al día?) y que se transformó en cocina, compañero y dormitorio. Con él yendo ahora a los Alpes Julianos, visitando Kranjska Gora (Eslovenia), Villach (Austria) y Sella Nevea-Tarvisio (Italia). Con los idiomas, las pistas, los centros confundiéndose ya en mi cerebro. Evitando a la policía, los fines de semana y cualquier riesgo, mira que el vehículo no tenía seguro. Yo esquiando y haciendo mis ejercicios días tras días no importando si nevara, corriera viento o estuviera gélido. Devolví el auto, corrí por terminales, perdí buses, pude ducharme en San Vigilio, en las Dolomitas, y de ahí me encaminé a los Alpes con la tarjeta de crédito definitivamente ya desteñida.
Regresé a Chile cojeando; sin nada de físico, con una ostensible pérdida de peso y sin tener articulación alguna que no me doliera. A un aeropuerto vacío en una noche helada adonde, por supuesto, no llegó mi equipaje. Todo, tres meses después de haber partido en aquel avión de los miserables.

¿Y ahora? Pues… estoy pensando en dar el examen de ingreso al curso de instructores de esquí. ¿Tengo chances? Probablemente no. Es decir, mejor preguntarse porque podría calificar. Sin embargo… sí no fuera así, si por esas cosas del destino se produce el milagro y paso, sería como una nueva manera de demostrar que sí se puede torcerle la mano al destino. Que nunca es tarde para aprender, mejorar y seguir explorando lo hermoso que el mundo es. Que a pesar de mis casi 60 años, aún la vida existe.
El muy idiota.
Por Rodrigo Fica
Montañista


























